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Escrito por el Nov 14, 2014 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: construir la propia vida, vocación

semillitas

Este último año he entendido por qué me gustan tanto las historias.

Siempre ha sido así, creo. Siempre me han fascinado los cuentos. Siempre me han gustado las personas que sabían convertir lo que iba sucediendo en una historia, en algo que más allá de aquello que simplemente ha acontecido.
Algo hilado que nos entrega un dibujo elocuente y lleno de sentido.

Porque así como el mundo de los datos, de las retahílas de cosas, pertenece al mundo del desorden y de la entropía, el mundo de las historias pertenece al mundo del significado.
Así como lo primero nos confunde, lo segundo nos hidrata con nuevas capas de humanidad.

Pensando en este asunto del significado, de las cosas que añaden significado y sentido a la vida de cada día y a nuestra vida mirada desde la distancia, he ido trazando mi propia teoría.

Ahora pienso que para alimentar la vida con sentido hay que comenzar un viaje de rastreo hacia nuestra primera almita silvestre.
Aquello extraordinario que éramos de muy pequeños, antes de ser arados.

Creo que es como si al nacer hubiéramos venido al mundo con un puñado de semillitas dentro del corazón.
Un puñado de semillitas que contiene todo lo que es importante de verdad para cada uno de nosotros, todo lo que necesitamos para sentirnos arraigados.

diente de león

Las semillitas son humildes pero también mágicas. Como las habichuelas mágicas que permiten a Jack subir al cielo, su trabajo es hacernos de escalera para que podamos ascender.

Para que mientras ascendemos por ese camino que es solamente nuestro, podamos recibir esa sensación de conexión íntima con el universo.

Esa sensación de que ya no hace falta explicar nada, de que el inestable castillo de naipes que había que sostener con esfuerzo se ha convertido por unos instantes en un puzzle acabado en el que todo encaja como una maquinaria fluida y perfecta.

Durante unos segundos una puede entender su dibujo en un fogonazo deslumbrante.
Por un momento todo está donde debe estar.

Cuando estudiaba había un psicólogo de la corriente que se llama humanista, Abraham Maslow, que me conmovía mucho, y que me puso en camino hacia esta especie de teoría sensual sobre la construcción de la felicidad que tengo hoy.
Maslow llamó a esos instantes de certeza instintiva, de acoplamiento no racional con el universo, experiencias cumbre.

Momentos extraordinarios en los que el caos se ordena a nuestro alrededor sin que nosotros tengamos que empujarlo y nos entrega una experiencia fugaz de de gozo lúcido, de paz transformadora.

En casa. Album fotos Jose Luis.

Momentos de «reconocimiento» trascendente, en los que uno de repente se dice a sí mismo: esto era. Esto es lo que es. Esto es lo que soy.

Momentos que se parecen a una cristalización repentina, al colorido encaje deslumbrante que se forma dentro de un caleidoscopio cuando todas las piezas encajan en su sitio y se detienen.
Como una sustancia que precipita dentro de una disolución y hace que el líquido que la contenía reluzca, claro, transparente, como salido de la nada.

Ahora creo que a esa experiencia, que es fugaz pero también durable, y que puede orientar la vida entera, se accede mirando el mundo con los ojos de la infancia, y a través de la puerta de la infancia.

Es como conectar las antenas con la frecuencia de la infancia, y simplemente, seguir las señales.
Una especie de Morse.
Como cuando seguíamos los puntos que unían un dibujo que no se entendía hasta el final.

Album JosseLuis. Julio 1965 a mayo de 1966

En la infancia están las semillas que contienen el desplegar completo de la planta. Como si nuestro libro de instrucciones estuviera escrito con aquellas palabras infantiles indecibles que ya conocíamos antes de que aprendiéramos aquella otra clase de palabras que podían pronunciarse con los labios.

Quizá los que hemos padecido de adultos esa pérdida fundamental de sentido y de identidad, esa sensación de identidad difusa y de pies que no tocan el suelo, los que estamos familiarizados con el vértigo y el miedo al vacío, somos criaturas que perdieron sus semillitas en la infancia… semillitas que no tuvieron o no encontraron un subsuelo nutritivo en el que afianzarse y han pasado demasiado tiempo desecándose al aire…

Quizá.

Pero después siempre hay tiempo para ir en busca de las semillas, las semillitas que había en nuestro capazo cuando aún no podíamos vernos desde fuera.

Hay que viajar hacia el pasado, como un Sherlock muy persistente.

primavera 67-1

Y cuando encuentras tus semillitas, hay que ir guardándolas en un lugar seguro. Privado. Secreto.
Ir a ese lugar cada día y mirarlas mucho.
Jugar con ellas, utilizando aquellas palabras que había en nosotros antes del lenguaje, las que no se pronuncian.

Y poco a poco, las semillas vuelven a echar sus raíces en nuestro corazón. Lo abren, lo surcan, lo ajardinan. Se adueñan de él.

Y un día nos regalan una palabra nueva, las semillitas.
Tampoco puede pronunciarse, esta palabra.
Pero nosotros sentimos un chorro de luz aturdiéndonos por dentro. De repente sonreímos como bobos. De repente somos más blandos, más ligeros, somos como nubes, tenemos ganas de reírnos y de hacer el payaso. Aunque ya seamos demasiado mayores. Hemos perdido la vergüenza.
Todo está como tiene que estar.

Y es que acabamos de regresar a casa.

Creo que los hombres y mujeres necesitamos un cuarto de juguetes para ser felices.

Alberto García-Alix

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