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Escrito por el Sep 9, 2013 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: abuela Marita, aptitud para la felicidad, Benicasim, comida de infancia, fotografías, genealogia íntima, infancia, la historia familiar, lazos familiares, luz y felicidad sensual, mar, memoria, tellinas

raíces

Llevo unos meses organizando fotos antiguas y me he dado cuenta de que, con los años, he ido formando una serie de fotografías con mis pies.
No forman un cuerpo homogéneo y ordenado, al menos no cronológicamente. Pero mirándolas con calma organizan mi historia de una manera primordial que me gusta mirar.

El primer recuerdo que tengo de mis pies es el de unas sandalias de dedito para ir a la playa.
No eran como las de ahora; tenían una cincha que sujetaba el tobillo por detrás y estaban pintadas como si un niño hubiera mezclado gotas de acuarela soplando sobre ellas con una pajita.
Es el primer zapato de mi memoria, el de mi segundo verano.

sandalias dedito
El siguiente zapato que recuerdo es una bailarina roja con una precioso pompón, erguido como un crisantemo sobre mis deditos de niña. Debía tener tres o cuatro años.

Después hay unas zapatillas de ir por casa, de lana azul bordadas con copos de nieve. Sabían a calor, confianza, bienestar, casa segura. También sabían a miedo. Es mi época triste; no hay mas que mirar las fotos de esos años para darse cuenta, así que no es casualidad que sean precisamente esas zapatillas acogedoras las que mejor recuerdo.

Después viene un largo vacío. (Siempre intentamos olvidar la tristeza). Y quizá mi siguiente recuerdo son unos mocasines de una lujuriosa piel roja forrados de lino a rayas marfil y canela, confortables como si estuvieran hechos de fieltro y tan bonitos que mirarlos te cambiaba el humor.

Son del mismo año en que tuve mi primer sujetador «de verdad». Había cumplido 13 años. El verano siguiente me compré un «mono» milrayas blanco y rojo; me gustaba tanto que lo llevé hasta los 23, cuando me casé; y la combinación de aquellas dos prendas extravagantes me pareció durante varios años una metáfora perfecta de mi corazón en desarrollo.
Me acuerdo muchas veces de ellas, de sus tejidos tan hermosos -aunque nada sofisticados- y de la delicada maestría con la que estaban acabadas.

mono
Mi padre nos enseñó desde muy pequeños el respeto hacia el calzado. En la cocina de casa, en un armario bajo, había una caja para limpiar zapatos que mi padre se había fabricado siguiendo el patrón de las que utilizaban los limpiabotas callejeros. Una horma central para depositar el pie con el calzado puesto, almohadillada en cuero negro y remachada con tachuelas doradas de tapicero, y dos cajones con tapa basculante donde guardar cremas, cepillos y trapos.
Mientras fuimos pequeños, ver cómo mi padre abrillantaba cada día nuestros zapatos del colegio formó parte de los reconfortantes rituales de la noche creciente.

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Todos los hermanos aprendimos a cuidar de los zapatos. Sé todo lo que hay que saber sobre betunes, cremas y aceites para la piel, cepillos de cerdas suaves y duras, trapos de algodón para bruñir esa piel -que un día estuvo viva- como quien abrillanta una pieza de plata.

Después de esos mocasines rojos vinieron otros cromos inolvidables: unos zapatos azules con tacón de cuña y cintas para asirlos al tobillo, unos zuecos hippies de cuero natural labrado y tacón alto, unos zuecos rojos con suela de madera al estilo sueco, y unas sandalias negras de piel perforada con tanto primor que parecía encaje.

Gandia
En medio de todos aquellos platos fuertes están mis primeros zapatos de tacón: unos mocasines de ir al colegio, negros, de careta corta, como me han gustado siempre, con un tacón ancho de tres dedos.

Todo ese curso, octavo, el de mis doce años, cada mañana, al meter mis piececitos -ya grandes para ser una chica-, dentro de aquellos mocasines, fui consciente de cómo me iba sintiendo «más mujer» bajo su influencia, como si aquellos zapatos me entregaran la respuesta a algún acertijo, igual que una reina debe sentirse «más reina» si lleva puesta su corona, o igual que una chica gana naturalmente un nuevo contoneo de cadera cuando se alza sobre unos tacones altos.

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Como si aquellos preciosos zapatos fueran el primer escalón hacia algo que aún no sabía lo que era, pero que oía palpitar cada minuto del día, como un mensaje cifrado, en el cuarto trasero de mi corazón.

No es casualidad que los pies, en el mundo de los cuentos maravillosos, simbolicen transformaciones mágicas y conjuren poderes ocultos. Nuestros pies son una metáfora del hombre como criatura: nos hicimos humanos cuando aprendimos a caminar erguidos sobre ellos.

 

 

El verano se acaba. Durante toda la semana hemos lanzando largas miradas furtivas y cómplices al cielo, cubierto de mullidas nubes azuladas. Él a veces nos mira, nos devuelve el guiño y nos rocía como con un aspersor.
Otros ratos nos lanza una larga mirada de amante, los truenos retumban y las gotas repiquetean sobre los tejados y las aceras como unas castañuelas.

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Como cada año, por las noches miro las sandalias de dedito que compré en junio (como cada verano) y pienso que muy pronto llegará el momento de guardarlas.
Las he gastado tanto que no durarán otro año. Como debe ser (digo para mí misma).
Porque no sólo son unas sandalias. Para mí son un ritual y un objeto vivo, capaz de absorber el espíritu de un verano entero.

Un verano intenso, lleno de emociones fuertes, y también de muchos días de ociosa lentitud. Como debe ser (digo para mí misma).

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Muchas tardes las he pasado en mi terraza, con los pies desnudos encima de la mesita de madera.
Los he mirado muy despacio, como en todas esas ocasiones que dejaron tras de sí cada una de estas fotos.
Los miro y me sonrío.
Porque entre mi frente y mis pies hay un lazo bien atado.
Toco la tierra con mis pies, la tierra que necesito para ser lo que soy.
Cuando estoy triste, suelo descalzarme y apoyarme firmemente en el suelo. Los pies son la parte más dura de mis huesos, pero también son mis antenas, hipersensibles, exploradores expertos que van por delante de mi, como hermanos mayores que reconocen el terreno.
Cuando estoy enferma, siempre me duelen los pies. Cuando algo va mal, siempre me duelen los pies.

 

Me gustan mis pies. Siempre que puedo los llevo descubiertos. Me hacen sentir silvestre, animal y sencilla.
Son como una raíz. Profunda. Fuerte. Cuando cierro los ojos y me concentro en sentir mi cuerpo, noto el punto exacto desde el que crece esa raíz flexible y resistente que me conecta con la tierra.

En casa.
Entonces me recojo en ese punto y le hago preguntas difíciles sobre qué debo hacer con alguna cosa que estoy sintiendo y me trastorna.
Como ahora.
Cuando vienen días malos, son ellos, y no mi corazón ni mi cabeza, los que se yerguen y toman las riendas.
Me dicen: cierra los ojos, aquieta la mente; lo único que tienes que hacer es dar un paso. Después otro. ¿Ves? Eso es todo. Ahora no te hace falta nada más. Nosotros te llevaremos a través de esta noche, un paso tras otro. Y te conduciremos hasta que llegue la mañana. Se hará de día, y habrá más luz.

Así es: mi raíz, con su lenguaje de marea tibia, la lengua más maternal del universo, se las arregla para encontrar la manera de contestarme.

Y siempre, siempre, siempre, acierta.

 

Hoy, recogeremos las tellinas sobre las que hablaba en la entrada pasada para preparar un plato con el que comenzar esta despaciosa despedida del verano.
Un plato amarillo cremoso, como las lunas del otoño, como las gavillas de heno que pronto entrarán en los establos, como el arroz que están segando y que pronto formará colinas pálidas en los graneros, como la uva moscatel que cosecharán en pocos días en cientos de viñedos.

Tellinas a la crema de limón, una receta sorprendente y soberbia en su absoluta sencillez, y un anticipo del sabor delicado del otoño naciente.

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