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Escrito por el Feb 28, 2013 en liturgia de las horas | 0 comentarios| etiquetas: carpe diem, fugacidad, lo más importante de la vida, perspectiva, recuerdos felices

cerezos en flor

El corazón del invierno.

Como un viaje largo que se hace con esfuerzo, hemos viajado despacio hasta llegar al final a lo mas frío.

Pronto, deprisa, deprisa, unas bocanadas cada vez más tibias y estará aquí la primavera.

Llueve sin parar, lluvia buena que magnetiza los campos y levanta sus olores como gasas sin peso. El cielo esta cerrado y plomizo, vienen ráfagas de granizo liviano que caen sobre nosotros como puñados de arroz. Quizá más tarde el cielo se enfríe y llegue la nieve.

Estamos en el campo, y un año más contemplamos con arrobo esa anomalía conmovedora de los almendros y los ciruelos cubiertos de flores blancas bajo el cielo color pizarra que amenaza neviza.

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Los cerezos, con sus cuerpos nobles de enramada oscura, están llenos de yemas abiertas: les quedan apenas quince días para eclosionar.

Estamos en lo mas crudo del invierno y allí están ellos, alzando su belleza inesperada como delicados milagros, como fuentes de espuma florecida, como buenas noticias.

Acaban de encender un buen fuego a mi lado, que se aviva y desprende chispas que ascienden alegremente, diminutas luciérnagas doradas subiendo en remolinos. Las lenguas largas de las llamas se abrazan los troncos como si los lamieran.

A través de la ventana de madera, escarchada por fuera, veo un ciruelo silvestre en flor.

Dentro de pocos días en Japón se celebra el Hanami, la fiesta de la floración de los cerezos. Hanami significa, literalmente, mirar las flores. Son días festivos en los que se celebra la llegada de la primavera, que las primeras flores anuncian como un paso adelante que no tiene vuelta atrás.

Pero sobre todo en Japón es una fiesta de significado trascendente y contemplativo. La flor del cerezo está muy relacionada con el código de honor samurai, es una flor que significa a la vez fuerza y pureza, honorabilidad, asunción del propio destino. Sobre los samurai flota esa leyenda que la flor del cerezo pone en imágenes: morir antes de que llegue la decadencia, y si es preciso, y sin titubeos, morir antes que mancillarse.

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Las flores de los cerezos eclosionan y mantienen una belleza perfecta durante unos pocos días. Después, los rigores propios del clima en el que brotan y los vientos de invierno las hacen caer del árbol, cubriendo los paseos de copos blancos y rosados.

Caen cuando aún conservan todo su esplendor, sin haber tenido tiempo de marchitarse.

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La herencia budista de la comunidad japonesa convierte también esta naturaleza frágil de la belleza del cerezo en una especie de parábola: la vida es fugaz, no tiene sentido agarrarse mucho a nada, antes o después llega un viento que arrastra lo que parecía estar asentado por derecho propio.

Fluir, y dejar que las cosas fluyan. No hacer fuerza. Aprender a acompasarse con las cosas, sin sujetarlas.

Aprender a mirar el futuro con curiosidad en vez de con miedo.

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Conceder a las cosas el margen de volatilidad que tienen. Más pronto que tarde cambiarán.

Y las cosas malas cambiarán sin duda. Aunque haya que esperar un poco.

Cuando tenía diecinueve años empecé unos estudios de cerámica en un pueblo cerca de la ciudad donde vivo, que ha conservado su tradición alfarera desde siempre.

La escuela era como una inmensa casa de pueblo un poco abandonada, con sus preciosos portalones de madera y su jardincito a la entrada del que nadie se ocupaba, cochambrosa, llena de murales de alumnos, destartalada y helada en invierno y en verano.

Una escuela de arte oficial que vivía bastante en la miseria (hay que decir que a ese nivel las cosas no han cambiado mucho), con estufitas de gas que peleaban con el aire gélido como se pelea contra una plaga de mosquitos con una pala matamoscas.

En invierno nos apretujábamos en clase a tornear con nuestras batas, rígidas de churretones de barro, metíamos las manos en la palangana de agua y se nos quedaban abotargadas como sapos dormidos. Hacía un frío del carajo.

Pero era un lugar en el que si amabas esa piel de la tierra que es la cerámica, podías vivir borracho de belleza todo el día.

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Era una belleza peculiar, furtiva. No gastaba palabras altas. Todas sus palabras eran esas pequeñas palabras de andar por casa. Erótica doméstica.

Sin embargo a mí, cada día de esos tres años de mañanas y tardes de compañeros hippies, de sol en primavera, olor a jardín en verano y un frío de sabañones en invierno, me hacía volver a casa como se debe salir de un baño de especias: borracha y perfumada.

Una de las personas más perturbadoras y más importantes que conocí allí fue a un ceramista occidental que en uno de sus viajes quedó cautivado por el espíritu de la cerámica japonesa. Se buscó un maestro y se quedó allí nueve años a aprender la cerámica raku desde el principio, como si hubiera querido aprender a leer en un auca.

Veo con toda nitidez dentro de mi cabeza sus maravillosos vasos para la ceremonia del Chanoyu, el ritual cotidiano del té, ese momento en el que todas las rutinas se paran y el japonés se sumerge en un ejercicio radical de eso que hoy llamamos mindfulness, vivencia pura del ahora.

Los pequeños cuencos con sus bases de barro rojizo, espolvoreadas con pecas de chamota oscura, como tierra fértil roturada capaz de contarnos una historia. Los esmaltes verde celadón con reflejos de agua. Los trazos de caligrafías moviéndose sobre el esmalte acuático como el vuelo de una cola de pez.

La indescriptible perfección de toda esa belleza furtiva, belleza sin explosiones, escondida en pequeños signos, pequeñas palabras.

Belleza que destila un perfume suave pero inconfundible, igual que una flor silvestre.

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Fue mi primer contacto con el mundo misterioso de esa cultura japonesa de la delicadeza, el honor y el respeto por la convivencia.

Estos días, leyendo los periódicos, rodeados como estamos por un espeso cerco de zafiedad, trapacería, suciedad, ardides, engaño y toda clase de falta de honorabilidad personal, añoro aquellos días luminosos y sencillos, aquellos días de viajar a la escuela por la mañana, viajar de regreso a casa por la noche, y vivir todo el día oliendo esmaltes y tierras, tocando cosas con las manos, viendo la belleza que creaban otros, practicando, en fin, acompañada por la inocencia de la edad, la posibilidad de la belleza.

Igual que los cerezos.

No hacer fuerza. Dejar que los pétalos caigan con el viento. Entregar la propia belleza en el árbol y en el suelo, antes de marchitarse.

Es difícil no dejarse ajar por la podredumbre que estamos respirando.

Pero éste del cerezo es un buen pensamiento, un buen ejercicio.

Llevan más de dos mil años floreciendo, y ahí siguen. Encendiendo y purificando el ánimo de toda esa comunidad, que emite un parte informativo especial aventurando el día en que comenzará la floración en cada provincia del país.

Y ahí siguen también los japoneses. Salen al campo, se paran delante de los cerezos, y los miran.

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Yo también he hecho eso este fin de semana.

Pararme delante. Mirarlos. Encenderme. Recordar.

Recordar la fugacidad de las cosas.

Recordar lo importante.

Y como esta semana hace más frío aún que aquel famoso frío del carajo de la escuelita de pueblo donde estudié, hoy, un plato-pelliza con el que arroparse bien las entrañas y el corazón: una versión propia de ese plato inglés extraordinario que es el pastel de pastor.

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