abundancia de flores
El perfume de una flor declara ante el mundo que es fértil, deseable, y que está disponible, con sus órganos sexuales empapados de néctar. Su olor nos recuerda de algún modo la fertilidad, el vigor, la fuerza vital, y todo el optimismo, las expectativas y el florecer apasionado de la juventud. Inhalamos su aroma ardiente, cualquier edad, y nos sentimos jóvenes y núbiles, en un mundo inflamado por el deseo.
Diane Ackerman. Una historia natural de los sentidos.
· abundancia de flores ·
¿Hay quien nace ya con antenas-flor?
¿Con el don de sentirse atraído, emocionado y apaciguado con las flores?
¿Criaturas que de una manera misteriosa comprenden y comparten la naturaleza de las flores, y tienen hacia ellas una mirada que no puedo llamar sino amorosa?
Mi propia historia me dice que, aunque parezca exagerado pensar tal cosa, debe ser así.
Mis primeros recuerdos de flores son anteriores a mis tres años. Son tan intensos y están impresos con un gozo tan puro que llevan aturdiéndome y sugiriéndome preguntas e indagaciones desde entonces.
El jardín botánico. Soy pequeña. Aunque nuestros recuerdos no son fotografías sino patchworks a los que añadimos mucha creatividad, el recuerdo está unido al de mi imagen de una época: coletas negras de pelo brillante como crin de caballo, un coletero de bolitas rojas de madera, un trajecito con una tela Liberty de florecitas verdes, unas bailarinas rojas con pompón. Por las fotos sé que en esa imagen mental tengo entre tres y cinco años.
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En una de las plazoletas del jardín hay una acacia, y bajo ella, una alfombra de flores caídas. Es junio y nos sentamos a cobijo de la sombra aguada de la acacia, en un banco de madera orlado de aquel opulento manto de flores. El suelo esponjoso, guatado de conejitos de un pálido color mantequilla con las boquitas tiznadas de amarillo sol.
Una alfombra en la que las pequeñas manos de una niña de tres años podían hundirse con delicia.
Llenarse las manos de flores caídas aún frescas y tersas, una sensación tan lujuriosa y feliz como la de tocar otra piel.
La belleza voluptuosa de las diminutas flores que se tornasolaban con la luz revelando la parte más ìntima, aterciopelada, centelleando al sol como espolvoreada de cristal.
Cinco años. Hacer collares con flores fucsias de Don Diego en el chalet de la tía Amparito en El Vedat, que al atardecer se ponían a oler a la canela fría del verano con una intensidad que alborotaba todos los sentidos.
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Con cinco años mi cuento preferido era la historia de un jardín que desfallecía porque la niña que lo cuidaba olvidaba regarlo.
Adoraba aquellos dibujos con el aire azulado de la noche, la orgía de matices rosados y violetas de las flores, las capas de perfume húmedo al atardecer que yo casi podía aspirar, las estrellas blancas en el cielo cobalto.
Las flores del jardín tenían su propia vida pero formaban parte de la vida de la niña, y eso me atraía porque yo me sentía un poco así. Ellas ajenas pero también mías, o yo de ellas.
Cuando pasaron los suficientes años como para que ese cuento se convirtiera en un recuerdo y yo supiera cómo se hacen esas cosas, lo busqué y lo busqué… Primero en la casa de mis padres, luego de librería en librería, luego en internet. Cuando encontré el primer ejemplar en una librería de viejo el corazón me dio el mismo traspiés que cuando te encuentras a un amigo al que no has visto en veinte años.
Después he comprado todos los que he encontrado, camafeos de una felicidad irreproducible que, como una flor antigua, conserva un rastro de perfume.
El Desierto de las Palmas. Entre los dos y los seis años.
Adelfas, sedum, lentisco, clavel de roca, astrágalo, amarillo diente de león. Perfume de alcohol fuerte que emborrachaba a conciencia aquel alma de niña blanca en la que cada sensación grababa a fuego una nueva línea para el amor.
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Llevo esas flores estampadas en el corazón desde los dos años.
Son instantes mercuriales que se han quedado flotando en la imaginación, grávidos y luminosos, como linternas sobre el agua.
Creo que fueron momentos tan felices porque yo estaba completamente inmersa en ellos, con esa entrega apasionada al ahora que tienen los niños, totalmente perdida en el presente y viviendo una experiencia de conexión completa, de intimidad completa.
Esos momentos de arrobo que hemos vivido extasiados, en los que el tiempo se suspendía y una se sentía vibrar en la misma frecuencia que el universo entero, se recuerdan después como experiencias redondas, cerradas sobre sí mismas, completas. De algún modo perfectas y prototipos de felicidad para el futuro. Lugares, momentos, en los que «todo estaba bien».
A veces me pregunto si las flores tienen algo especial en su naturaleza que nos hace derivar con más facilidad a ese estado «mágico».
Por si acaso, y como testigos de aquel tiempo de luz, hoy en mi “jardín” hay una mata de uva de pastor cogida en el Desierto cuando volví en los años 90 -persiguiendo fantasmas felices-, que estos días acaba de florecer en las fantasiosas estrellas amarillas que a mi me fascinaban entonces, y otra matita, ya anciana, de clavel de roca, con ese perfume profundo a sombra de verano y especias frías.
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Sólo tenía cuatro, cinco años, pero recuerdo muy bien mis «rituales de dicha» de entonces: frotar hojas de lentisco y flores de astrágalo entre los dedos, sentir la borrachera del perfume etílico conquistándote, vapor de trementina y aguarrás capaz de transportarte a un estado de gozo sensual puro y encendido.
Las corolas mórbidas de las adelfas, su perfume dulzón a madera mojada. Racimos de pompones de adelfas derramándose sobre nuestras cabezas. Varas de conejitos y campánulas rosas. Ipomeas azules. Espuma blanca de clemátide. Bignonias.
La embriagadora pradera aromática en la que el secano extremo convertía los lechos de rodeno rojo de los barrancos.
Todas esas flores se han convertido en misteriosas cápsulas del tiempo. Las abres, y vuelve a brotar todo aquella luz, fresca y pura.
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Creo que con esas flores acabó mi iniciación, encuentros azarosos que alimentaron el hambre sembrada por una predilección nativa, por ese lenguaje que yo entendía. Ellas viniendo a mí.
Después ya he sido yo viniendo a ellas.
En cada temporada, flores en la mesa, nombres nuevos, nuevos perfumes. Aprender a cuidarlas, aprender a mirarlas, cada pétalo, cada hojita, consciente de que aprendes lo que significa estar viviendo en un mundo donde convives con criaturas de otros órdenes que no han sido puestas ahí a tu servicio, como el libro del Génesis nos hizo pensar durante siglos.
Flores sobre la mesa de la cocina cada semana. Cómplices. Compañeras.
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Esos pequeños jarrones que voy encendiendo, como bombillas de fiesta en una tarde azul, me recuerdan cada día que la belleza es un regalo que sirve para leer el mundo, para traducirlo.
Esa belleza generosa que no nos pertenece.
Toda esa desbordante, fascinante imaginación que no sabemos de dónde viene.
También nosotros somos el eco de una desconocida, majestuosa imaginación.
Sentir, recordar, que no somos las arrogantes criaturas señoriales que nos gusta imaginar que somos.
Somos diminutos y hemos sido lanzados de lleno a un misterio que nos enajena. No dominamos nada. No regentamos nada.
Pasamos deprisa. Como las flores.
Nuestro compás solo dura un instante.
Las flores nos recuerdan cómo es ese compás, cómo se canta.
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Miramos una flor. En silencio. Olvidamos nuestro abc de escuela, todo lo que hemos aprendido con razonado esfuerzo.
Su belleza nos emociona, algo dentro de nosotros mismos se derrite, se licúa, nos sobrepasa. Nuestro corralito de dueños de la Creación se esfuma. De repente somos parte de algo mucho mayor.
Sonreímos. Nos sentimos bien. La belleza cambia la luz que llevamos dentro, la perfuma, la dora, la vuelve blanda. Olvidamos todos esos sueños de seguridad y conquista con los que nos gusta consolarnos.
Y entonces volvemos a saberlo todo.
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Y mientras todo esto se cocinaba a fuego lento, esto otro es lo que hemos comido esta semana: Vignarola.
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«La poesía es el órgano de la comprensión de la vida.» Wilhelm Dilthey.
El ángel de la lluvia. Juan Ferrándiz. Edigraf 1966.