regalos
Es muy temprano en la mañana, la hora de ir hacia el trabajo los que tienen trabajos de madrugadores.
Las calles están vacías y silenciosas.
Mis pisadas resuenan en el cuenco de la plaza como piedras que caen dentro de un pozo.
La mañana es azul y translúcida, nubes blancas pasan paciendo por el cielo, deslizándose como cintas.
Una franja del primer sol dora los pisos altos y los inviste de una pureza que después perderán.
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Mientras cruzo la plaza veo cómo se encamina hacia ella un hombre joven con un niñito en brazos.
Es un niñito en esa edad del jardín de infancia, de esos que acaban de pegar un estirón y se ven delgados y frágiles como llamas inquietas.
Va aupado en el regazo de su codo como si estuviera cómodamente sentado en una silla, vestido con un pantaloncito corto azul marino y una camiseta roja de algodón, ropa de ir a jugar.
Con la mano que no sostiene al niño, el hombre joven sujeta una correa verde pistacho que acaba en un perrito pequeño, blanco y negro.
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Andan con calma. El hombre mira al niño y le susurra cosas en voz baja; las caras de los dos están muy cerca.
Estamos a punto de cruzarnos.
Y entonces el hombre se detiene.
Se para en la orilla de la calle que desemboca en la plaza, con el niño en brazos. Desliza suavemente la mano con que le sujeta la espalda hacia su cabecita, y la inclina con dulzura hasta llevarla bajo su barbilla.
Detenidos en medio de su marcha, están plegados uno contra otro, la cabecita del niño apoyada en su hombro, el perrito sentado mirándolos.
Y en eso está cuando el hombre deja de mirar al niño, inclina los labios y le besa suavemente en el cuello.
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El momento pasa, fugaz como un soplido.
El hombre vuelve a andar, el niño se incorpora y vuelve a mirar hacia delante, sonriendo. El perrito se levanta y comienza a trotar.
El hombre joven se ha parado para darle un beso al niño.
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La ternura del instante se ha quedado flotando en medio de la pequeña plaza, como una capa de luz. Como una buena noticia.
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Qué bonito es el mundo a veces.